"El 10 de noviembre, al dirigirme a mi despacho, tuve que pasar ante las ruinas, todavía humeantes, de la sinagoga de Berlín. Era este el cuarto de los graves acontecimientos que marcaron el carácter del último año anterior a la guerra. Este recuerdo óptico constituye hoy en día una de las experiencias más deprimentes de mi vida, pues lo que más me molestó entonces fue la contemplación del desorden que reinaba en la Fasanenstrasse: vigas carbonizadas, trozos de fachadas derruidas, paredes calcinadas… Anticipos de una imagen que se habría de adueñar de casi toda Europa durante la guerra. Pero lo que más me perturbó fue el nuevo despertar político de la «calle». Los cristales rotos de los escaparates herían, ante todo, mi sentido burgués del orden.
No me di cuenta entonces de que se había roto algo más que los cristales; de que aquella noche Hitler había cruzado por cuarta vez en un solo año el Rubicón y que había hecho irrevocable el destino de su Reich. ¿Percibí entonces, siquiera por un momento fugaz, que estaba comenzando algo que habría de concluir con la destrucción de un grupo de nuestro pueblo? ¿Que también cambiaría mi sustancia moral? No lo sé.
Me tomé más bien con indiferencia lo sucedido. Contribuyeron a ello algunas palabras de pesar de Hitler, quien aseguró que él no deseaba esos ataques. Casi parecía avergonzado. Goebbels insinuó más tarde, en la intimidad, que el iniciador de aquella triste y monstruosa noche había sido él mismo, y creo perfectamente posible que pusiera a un Hitler vacilante frente a los hechos consumados para imponerle la ley de la acción.
Siempre me ha sorprendido no recordar apenas las observaciones antisemitas de Hitler. Retrospectivamente puedo recomponer, partiendo de los elementos que conservo en la memoria, lo que entonces me llamaba la atención: la discrepancia respecto a la imagen que había querido forjarme de Hitler; la preocupación por su creciente decaimiento físico; la esperanza de que se suavizara la lucha contra la Iglesia; el anuncio de utópicas metas lejanas; toda clase de curiosidades… En aquel tiempo, el odio de Hitler hacia los judíos me parecía tan natural que no me impresionaba.
Yo sentía que era el arquitecto de Hitler. Los acontecimientos políticos no eran de mi incumbencia. Me limitaba a darles un escenario imponente. Hitler me reafirmaba a diario en esta forma de ver las cosas al invitarme a discutir únicamente sobre arquitectura; además, mi intromisión en cuestiones políticas se habría achacado a la presunción de un advenedizo. Me sentí y me vi dispensado de cualquier toma de posición. Además, la educación nacionalsocialista pretendía la compartimentación del pensamiento; se esperaba de mí que me limitara a la arquitectura. En qué grotesca medida me aferré a esta ilusión lo demuestra mi informe a Hitler de 1944: «La misión que debo cumplir es apolítica. Me he sentido a gusto en mi trabajo cuando tanto este como yo mismo han sido considerados y valorados solo desde un punto de vista profesional».
Sin embargo, la distinción carecía, en el fondo, de importancia. Hoy me parece que habla de mi esfuerzo por mantener alejada de mi imagen idealizada de Hitler la habitual puesta en práctica de las consignas antisemitas que aparecían en las pancartas que colgaban a la entrada de las poblaciones y que constituían el tema de las tertulias del té. Pues, naturalmente, en realidad no tenía la menor importancia quién había movilizado a la plebe y la había lanzado contra las sinagogas y las tiendas judías, ni si la acción se había producido a instancias de Hitler o sólo con su autorización.
Después de salir de Spandau, se me ha preguntado una y otra vez lo que yo mismo traté de averiguar durante las dos décadas que pasé en la soledad de mi celda: lo que sabía de la persecución, deportación y exterminio de los judíos; lo que habría tenido que saber y la parte de culpa que creía tener.
No volveré a dar la respuesta con la que durante tanto tiempo he tratado de tranquilizar a los que me lo preguntaban y sobre todo a mí mismo: que en el sistema de Hitler, como en todos los regímenes totalitarios, cuanto más alta era la posición que uno ocupaba, mayores eran el aislamiento y el blindaje respecto al exterior; que la tecnificación del asesinato reduce el número de asesinos y aumenta la posibilidad de ignorar su existencia; que la manía secretista del régimen creaba diversos grados de iniciación, lo que daba a todo el mundo la oportunidad de no percibir lo inhumano.
No volveré a dar estas respuestas, con las que intentamos enfrentarnos a lo que sucedió como lo haría un abogado. Es verdad que yo, en mi calidad de protegido y, más tarde, influyente ministro de Hitler, me hallaba aislado; es verdad que el atenerse exclusivamente a sus asuntos dio grandes posibilidades de evasión tanto al arquitecto como después al ministro de Armamentos; es verdad que no sabía lo que comenzó en aquella noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 y culminó en Auschwitz y Maidanek. Pero la dimensión de mi aislamiento, la intensidad de mi evasión y mi grado de ignorancia eran cosas que, en definitiva, determinaba yo mismo.
He llegado a comprender que mis torturantes exámenes de conciencia plantean la cuestión de forma tan equivocada como los curiosos con los que me ido tropezando. Si lo sabía o no lo sabía, y cuánto sabía, se convierte en una cuestión del todo irrelevante al lado de la cantidad de cosas horribles que debería haber sabido y en las consecuencias que se derivaban con toda claridad de lo poco que sí sabía. En el fondo, los que me interrogan esperan que me justifique. Sin embargo, no tengo ninguna excusa.”
Pasaje de: Memorias. Albert Speer.
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